Casi toda mi vida ha
transcurrido en el mismo lugar en que nací y desde donde llegué a aceptar la idea de un país total definido por el horizonte que dibujaban un
paisaje histórico y una lengua que se me ofrecían como únicos y que yo ingenuamente llegué a tomar como una
realidad porque así me lo hacían ver mediante la
omisión deliberada y destructiva de la
pluralidad viva y pujante que me mantuvieron oculta al otro lado de aquel
horizonte artificial que nos dispensaban tan gloriosamente en las imágenes del
NO-DO y la incipiente y trémula televisión en blanco y negro.
Aquella imaginaria y falsa
creación se expresaba en una sola lengua y ondeaba una sola bandera como
símbolo de la única realidad que todos y todas debíamos aceptar como principio
de una doctrina nacionalista incuestionable
y por tanto la razón de que cualquier
otra cosa que contrastara en este mar de uniformidad no podía pasar de ser un
simple matiz sin pleno valor identitario que en ningún caso podía anteponerse a
la Identidad Divinamente Suprema que se
extendía como una mancha que nos teñía a todos y que nos imponía la renuncia a ser sujetos herederos y raices
de realidades históricas y culturales al tiempo que nos reducía a ser
individualmente partes de un Todo Sagrado e Indivisible.
Se nos negaba y se nos niega siquiera el derecho a la
conciencia de ser primero y plenamente miembros de naciones históricas a fuerza
de imponernos ser españoles en cuanto resultado de la suma idílica de distintas
culturas a las que se les niega el reconocimiento de su rotunda identidad como si
fuera posible dejar de ser castellano
para convertirse en la suma de castellano más andaluz más gallego más catalán y
pudiéramos así dejar de ser lo que somos mediante el procedimiento de
convertirnos en el resultado de la suma de lo que somos más lo que no somos.
En esto consiste la
quimera del nacionalismo español.
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